Guillermo Navarro Jiménez
La lectura de las declaraciones de Fernando Bustamante y las respuestas de Juan Sebastián Roldán publicadas por la revista Vanguardia[1], no asustan por lo conocidas, pero si preocupan. Preocupan por reiterar posiciones teóricas y prácticas comunes en etapas anteriores poco democráticas. En fin por cuanto la práctica de una democracia real, participativa parece serles totalmente ajenas.
Tanto Bustamante como Roldán, consideran que el mayor logro alcanzado con la declaratoria de emergencia a propósito del paro en Dayuma, fue “el haber recuperado el principio de autoridad”, sin referencia adicional alguna al tipo de autoridad al que se refieren, lo que, por cierto no hacía falta ya que de sus declaraciones se infiere que se trata de la autoridad basada en la sola condición de tal, para lo cual el uso de la fuerza será su derrotero, como lo confirma la aseveración de Bustamante de que: “sentamos un precedente de quien realiza acciones en contra del orden público y viola la ley tiene que responder”. En otros términos, quien atente contra el orden público será objeto de la acción del aparato coercitivo del Estado, prevalido por declaraciones de emergencia, que igualmente se producirían en el futuro, como lo anuncia el propio Bustamante cuando expresa que: “Esto no implica que si mañana vuelven a producirse situaciones de caos no volvamos a imponer el estado de emergencia ...”.
Ante ello, vale preguntarse ¿dónde queda la autoridad basada en el carisma, que es la única forma de autoridad verdaderamente válida en una democracia participativa, plena?. ¿Es que la fuerza debe reemplazar al acompañamiento social conciente, única forma de convalidar al autoridad sin necesidad de la coacción?.
Pero ello y ante ello, es importante recordar que de acuerdo a las teorías más avanzadas sobre el Estado, éste se define como : “Estado = sociedad política + sociedad civil, o sea hegemonía acorazada de coerción”[2], o, en otras términos, “en tanto la ‘sociedad política’ es el ámbito de lo público, de lo político-jurídico, la coerción; la ‘sociedad civil’ el de lo privado, de las relaciones ‘voluntarias’, la construcción de consenso,(.. .) dos grandes planos super estructurales, a la primera corresponde Estado y el ‘dominio directo’ y a la segunda la función de hegemonía”[3]. Citas de las que se desprende que en el ejercicio de un gobierno que postula la democracia participativa, la coerción debe relegarse, privilegiando la participación ciudadana conciente, lo que exige construir una nueva forma ejercicio del poder: supeditar todo a la cooptación, a través de un ejercicio democrático constante y directo, relegando definitivamente el enfrentamiento, el uso de la coerción.
Solo así podremos construir un Estado fuerte, en el que el carisma de las autoridades se imponga por la razón, que cuente con la aquiescencia de la ciudadanía y, consecuentemente con su apoyo militante. Lo contrario es insistir en las formas de gestión del Estado en el cual sólo cabe la coerción, puesto que no se considera parte del Estado a la ciudadanía, se la considera extraña, a la cual debe responderse y satisfacerse con “resultados del gobierno”, y ... con “el legítimo uso de la fuerza”, cuando realice paralizaciones ilegales, como lo afirma Roldán.
Ante lo expresado sólo cabe esperar que las autoridades de gobierno antes citadas y otras que compartan igual criterio, sean capaces de replantear sus puntos de vista y entender que en esta fase del desarrollo nacional, la transformació n sólo será posible si somos capaces de construir hegemonía que nos permita minimizar la coerción contra los grupos aliados. Coerción que, por cierto, debe reservarse para aquellos que se opongan al proceso y no formen parte de los grupos con los cuales hemos construido la hegemonía necesaria para el cambio, en comportamiento igual al que nos dispensaron, con especial rudeza, los grupos dominantes en toda la historia republicana.
Montecristi 24 de diciembre del 2007.